Por qué U2 sigue siendo la banda más grande del mundo (por Neil McCormick)

OK, se que soy parcial. Crecí con este grupo y tengo una larga historia personal con ellos y, por supuesto, influye en cómo lo siento. El pasado fue muy presente para mí este fin de semana, cuando me encontré en Roma mirando la última noche del tramo europeo del U2 360º Tour.

Mirando hacia afuera por la ventanilla del avión sobre el mar de nubes, pensaba sobre cómo solía tomar el autobús para ver tocar este grupo en pubs, clubes, colegios, bares de hoteles, discotecas escolares y salas de iglesias en Dublín. Ahora tengo que volar a través del continente, tomar taxis, trenes y aviones para estar con otros 89 mil, en el enorme Estadio Olímpico, de esta antigua capital de la civilización clásica. Así que no se lo que los otros están sintiendo, mirando fijamente la alta tecnología de la Garra alienígena de ciencia ficción que es la pieza central del escenario del show de U2, experimento una intensa sensación de dislocación, un desconcierto del cómo una parte tan íntima de mi juventud se haya expandido a una escala tan absurda.

Cientos de personas trabajando se movían alrededor de la altísima Garra, un pequeño ejército equipado con radios y pases plastificados, enfocándose en miles de tareas que necesitan activar juntas para hacer que este show tome vida, noche tras noche. Y en el centro de todo están los cuatro músicos. Una banda de rock. La mismísima banda que vi iniciarse en el gimnasio del colegio tocando una canción de Peter Frampton en 1976, aunque en realidad no es la misma banda en absoluto.

El show de U2 en Roma fue absolutamente impresionante. Aquí en la ciudad donde las matanzas en el Coliseo fue alguna vez el más grandioso espectáculo en el mundo, U2 presentó su contraparte del siglo 21. Solo que esta vez los pacíficos cristianos no eran arrojados a los leones, ellos eran los nuevos gladiadores, aclamados por la multitud cuando tomaron el escenario, portando instrumentos en vez de armas, haciendo música, no la guerra.

El show 360º de U2 es de última generación, con un gran corazón latiendo. Las deslumbrantes luces, la siempre cambiante pantalla expandiéndose e iluminando la acción, la mera presencia física de la Garra en sí misma, el claro y cristalino sonido dirigido a cada rincón del estadio, todas estas cuestiones juntas para crear un espectáculo alucinante al límite de las posibilidades tecnológicas. Y en el escenario, hay cuatro pequeñas figuras tocando a menudo canciones tanto estructuralmente peculiares como sónicamente inventivas, con letras que provocan y desafían, y coros que se elevan súbitamente en el éter, llevada al aire con voces de decenas de miles de fans, cantando lujuriosamente juntos. Lo que realmente me llamó la atención fue que, en realidad, no puedes comparar la experiencia de un show de U2 con ninguna otra cosa. Incluso no puedes comparar a U2 con ellos mismos, o al menos no con lo banda que vi en sus comienzos.

Portaba un pase de acceso a todas las áreas. Por un tiempo miré la acción en el centro de alta tecnología conocida (por el equipo de la banda) como el Mundo de Willie, donde el diseñador de escenario Willie Williams y el equipo de unas ocho personas miran fijamente monitores de computadoras, dando forma a la acción de la Garra propiamente dicha, mientras en la consola inferior, el veterano sonidista Joe O’Herlihy y su equipo moldean la masa sónica. Hay gente trabajando aquí que nunca vio un show de U2, todos ellos siempre ven las pantallas, sus trabajos requieren que no puedan levantar los ojos para ver la acción en el escenario. Me acerqué un poco, mirando por un momento desde el interior de una de las patas de la Garra, a metros de la misma banda. Y con Edge pasando frente a mí en la pasarela, tocando riffs en su guitarra, multiplicados por unidades de efectos que lo llevan a dimensiones de una orquesta unipersonal, todo el tiempo cantando los coros con su micrófono manos libres, con los ojos enfocados en la distancia, me dio una idea de cuán lejos U2 había llegado, y en qué extraño lugar ellos se encuentran ahora.

Ahí estaban Adam Clayton y Larry Mullen Jr., agrupados dentro de uno de sus patrones de ritmos intuitivos, golpeando duro. Ahí estaba Bono, tomando fuertemente su micrófono, gritando una nota con su garganta abierta que surge de su pecho vía los gigantes parlantes superiores y salen a la noche. Y a pesar que estaba tan cerca que podría haber estado de vuelta en el bar McGonagles de Dublín, sus ojos estaban enfocados en otro espacio, sobre mi cabeza, más allá del anillo interior. Entonces giré para ver lo que estaba viendo, y observé una masa de gente, una multitud esparcida a través del campo del estadio creciendo vertiginosamente a los costados, denso y pulsante latido de humanidad, absorbiendo toda esa música y emoción, y potenciándolos a ellos, las manos en alto, las bocas abiertas en la canción. Había una energía enloquecedora en ese momento, un intenso ida y vuelta de sentimiento. Y entonces dejé mi lugar, y volví con la audiencia, parado lo suficientemente atrás como para ver las pequeñas figuras en el escenario y las imágenes encima de ellos, y las luces, y toda la acción, porque en los lugares baratos es donde el show realmente muestra su valía.

U2 hace música grande, para momentos como este, en lugares como este.

He visto el 360º Tour en otras ciudades, pero este fue el mejor que haya visto. El set se ha alejado de la promoción del más reciente disco, justo para ahondar en el extenso catálogo de U2, y la banda ya no parece abrumada por la tecnología y dimensión espacial de la Garra. Toda la experiencia se ha vuelto más integrada, visual, sónica y emocionalmente, y la banda esta encendida, tocando con una conexión intuitiva que viene luego girar incesantemente, ofreciendo un set con una combinación paradójica de intensidad furiosa y de seguridad confortable.

Para mí, personalmente, el momento más emotivo fue la parte operística de Bono, parado en lugar de Pavarotti en un clima de intimidad, la sensible "Miss Sarajevo", cantando realmente a todo pulmón la parte italiana de la letra tal como un aficionado a la ópera. Pero hubo muchos grandes momentos, donde la canción, la actuación, las imágenes y el público se juntaron en la euforia que desencadena en la unidad emocional, inspirando esa clase de sentimiento de compartir la experiencia que hace que la música rock a veces se sienta como una versión amplificada de un rito religioso primitivo.

Se que no todos comparten mi amor por U2, y ¿por qué deberían hacerlo? Algunos nunca irían a un concierto como este, y aparentemente consideran al rock de estadio como un abuso. Eso es una cuestión de gustos. Y entonces están los más críticos y abusivos, que llenan las casillas de comentarios en cada mención de U2. Pero si podemos dejar de lado, por un momento, todo el sin sentido sobre las riquezas de U2 (a pesar de las frecuentes sugerencias de los escépticos, al menos deberían reconocer que U2, como la mayoría de las bandas de rock mundiales, tienen eficiencias impositivas, no evasiones impositivas) y quizá de acuerdo o no con la efectividad de las misiones de caridad (algunos pueden estar realmente enfermos de escuchar sus opiniones, pero Bono usa su tiempo personal y la plataforma de su fama y una considerable porción de su propia riqueza para apoyar muy activamente y promover las iniciativas caritativas del tercer mundo), entonces tal vez podremos recordar que U2 es una banda de rock, escribiendo canciones para expresarse ellos mismos como mejor lo pueden hacer, y actuando alrededor del mundo para un público que los ama.

Es posible que hayas visto el más emocionante concierto en un pub local (yo he visto muchos), tal vez hayas sido tocado por un hombre con una guitarra acústica en un club (me ha sucedido), y que quizá puedas preferir música que es más lateral, improvisada, simple, compleja, lo que sea. Pero nadie hace un espectáculo de estadio como este.

Me quedé hasta la última nota de los bises finales en el Estadio Olímpico, y no se veía movimientos hacia las salidas, ninguno de los usuales precipitados en salir para evitar a la multitud. En su lugar, el público y la banda se mantienen firmes juntos en el momento. Es como que si cada una de las últimas gotas de esta extraordinaria experiencia estuviera siendo saboreada por completo. El rugido, finalmente, cuando ellos dejaron el escenario fue ensordecedor, incluso más estruendoso que el show que lo precedió. En su juego, y con su propio público, U2 es imposible de batir. El viernes por la noche en Roma, para 89 mil fans, realmente fue el más grandioso show en el planeta.