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Bono o el arte de acabar con un ídolo de masas

  • El líder de U2 es una presa jugosa para los desmitificadores
  • Un libro reciente lo retrata como un hipócrita y un peón de la oligarquía mundial
  • Un oportuno recordatorio de la bajada en picado de su reputación y el escarnio al que ha sido sometido después de 'rehabilitar' como salvadores del tercer mundo a Bush y a Blair

En inglés lo llaman character assassination: el proceso deliberado que busca destruir la reputación de una persona. Y nadie en el mundo del espectáculo acumula tantos odios como Bono, no tanto por su oficio de cantante de U2 como, curiosamente, por sus acciones humanitarias. Internet rebosa bromas e insultos (mejor no hablar del escatológico episodio de South Park), pero también las calles de Dublín, su ciudad natal.

El viento sopla en su contra: vende vituperar a Bono. ¿Un ejemplo? Existen al menos dos libros que estudian su ascensión a filántropo-capitalista. Bono's politics, de Nathan Jackson, ofrece un retrato positivo, pero —curioso— no encontró editor: su autor lo regala en la Red. Por el contrario, un texto tan ácido como The frontman, de Harry Browne, está siendo un éxito. Se publica ahora en España, como Bono: en el nombre del poder, a través de la editorial Sexto Piso.

Browne, profesor en el Dublin Institute of Technology, aceptó el encargo de escribir —deprisa y corriendo— un texto sobre Bono para una colección, Counterblasts, que quiere revivir la robusta tradición panfletaria del siglo XVII inglés disparando contra vacas sagradas de la intelectualidad contemporánea.

Ciertamente, Bono resulta un blanco más fácil que Christopher Hitchens o Bernard-Henri Lévy, otros "apologistas del Imperio y el Capital" que son vapuleados en Counterblasts.

Recordarán la indignación que provocó U2 al llevarse parte de sus negocios a Holanda, tras eliminarse en Irlanda la exención de impuestos a los royalties de los artistas. Pero empeoró con la justificación de Bono: aseguró que seguían el propio ejemplo del milagro económico irlandés, que obedecía a una imaginativa "arquitectura fiscal"; elegir Holanda, con su cómodo gravamen de 5% para las empresas, solo era cuestión de encontrar un confortable "centro de servicios financieros".

Los Rolling Stones descubrieron el refugio holandés hace 40 años, pero ni siquiera Jagger, su cabeza empresarial, usaría tales subterfugios. Bono parece haber interiorizado el lenguaje de la élite internacional de empresarios, especuladores y estadistas entre la que se mueve. Para ellos es un entretenido compañero de viaje, un proveedor de coartadas que irradiaba credibilidad. Nadie se resistía a la oportunidad de hacerse una foto con el tipo de las gafas atómicas.

El pliego de cargos de Browne oscila entre lo serio y lo picajoso. Un pecado imperdonable parece ser el rechazo radical de U2 al terrorismo del IRA. Sus activistas son descritos aquí —atención— como "una comunidad asediada y oprimida, generalmente de la clase trabajadora, que sufría un asalto físico e ideológico y que buscaba maneras de romper el ciclo de la violencia". Pasmosamente, cuando menciona la masacre de Omagh, que ocurre tras la firma del Acuerdo del Viernes Santo, Browne no hace ninguna valoración moral: sí tira de las orejas a Bono por comentar posteriormente que los autores pertenecían al IRA Continuidad, cuando "cualquier irlandés" sabe que militaban en el IRA Auténtico. ¡Error gravísimo!

Bono ha pretendido impulsar el desarrollo de África buscando la complicidad de mandatarios de izquierdas, centro o derechas. En el proceso, según Browne, reduce a los africanos a meros receptores de la generosidad occidental: deben aceptar el recorte de su soberanía y asumir las recetas del Banco Mundial o el FMI. La necesidad de lograr consensos ha llevado a Bono a pactar con ONG religiosas, esas que predican la abstinencia, prohíben los condones y anatemizan a prostitutas y homosexuales. Al alentar la "revolución verde", también facilita los planes de negocio de Monsanto y otras multinacionales agrícolas.

Browne reconoce que las acciones de Bono finalmente han ayudado a víctimas del sida o de las hambrunas. A cambio, ha pagado un precio alto: rehabilitar a Bush II, Blair y demás guerreros de Irak en el papel de salvadores del Tercer Mundo. Browne parece tener dificultades para aceptar que Bono representa un nuevo modelo de filántropo: funciona como un grupo de presión, no con proyectos sobre el terreno. Con dinero ajeno además: sus fondos vienen de potentados como Bill y Melinda Gates.

Ocurre que Bono ha dejado demasiados flancos al descubierto. Y pudo ser peor: el fin del boom inmobiliario impidió que prosperaran dos monstruosidades de Norman Foster que buscaban deformar el perfil de Dublín a mayor gloria de su hijo más famoso.

El libro está bien documentado, hasta donde es posible: U2 es una empresa particularmente opaca, con un entramado de compañías que se contratan unas a otras o se hacen préstamos entre sí.

Pero el autor de Bono: en el nombre del poder prometía ser ecuánime y no cumple: juega con dados marcados. Asegura que solo le interesa la esfera política de Bono, dejando aparte lo musical. Aunque no puede resistirse: parece regocijarse ante los desastres sufridos por Spider-man, el musical que hizo para Broadway (y que finalmente funcionó y sigue en cartel); llega a reprocharle que no prosperara Mother Records, el sello para nuevos artistas irlandeses que U2 fundó en 1984. Y se deleita en recoger el parlamento de Bruce Springsteen cuando los cuatro irlandeses entraron en el Rock and Roll Hall of Fame, abundante en pellizcos a Bono.

Solo en las páginas de agradecimiento nos enteramos de que Browne ha sido guiado a distancia por Dave Marsh, excelente crítico musical, pero también miembro del círculo íntimo de Springsteen, un periodista que gasta muchas de sus energías en atacar a U2. Cierras el libro con algo parecido al alivio: puede que esté en juego el destino del Tercer Mundo, pero aquí también respiran los piques entre superestrellas.

Fuente: ElPais.com